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lunes, 14 de diciembre de 2009

Las pesadillas intermitentes

¿Cual es el motivo que genera esos sueños insoportables en mi mente tan amenudo?

Es la pregunta clave que me hace ahora mismo reflexionar sobre los motivos que hacen de mis noches un campo de batalla entre yo y mi subconsciente.

Son sueños terribles, llenos de imágenes capaces de crear un tráuma de por vida por si mismas. Sufrimiento ajeno y propio, desastres naturales, y un número de muertes que ya no puedo contar.
En lo que va de año he presenciado accidentes aéreos, tsunamis, derrumbamientos de edilicios, el día a día en un matadero sanguinario, desorientación en un bosque, matanzas en fiestas de la alta sociedad y hasta atentados suicidas en medio de una plaza multitudinaria.

Todos ellos me dejan perplejo, temeroso de mi propia mente. ¿Como puedo ser capaz de recrear situaciones de extrema violencia? ¿Porque mi mente desperdicia todo su potencia en mostrarme atrocidades que sólo me llenan de ansiedad las madrugadas?

Estoy en guerra conmigo, no se cuando empezó, no se cuando acabará. Pero la invasión comenzó hace ya demasiado tiempo. He perdido mucho terreno, y cada centímetro de la superficie de mi mente que pierdo es una nueva pesadilla que se apodera de mi al anochecer. ¿Mi mente me odia?

Es un extraño fenómeno de autodestrucción. Un castigo por mis pecados que no me abandonan a lo largo de los años y que ahora se han erigido rebeldes de un mundo que no desean compartir conmigo. O tal vez se trate de una advertencia, de una premonición, del aviso de un cambio o de la llegada del fin de una era...sea cual fuere el motivo de todas estas escenas macabras de tragedia y sangre sólo deseo que terminen.

Las experiencias que muestran son imaginarias, pero las emociones, miedos, ira, ansiedad y dolor que se sienten son reales. Tan reales como el horror que sentirías al ver un cuerpo inerte con la mirada vacía proyectando su ultimo aliento hacia tu rostro. Tan escalofriantes como el sonido de mil gritos sumados por la embestida de una inmensa hola. O tan espeluznantes como el sonido del motor de un avión que se precipita hacia el vacío a trescientos kilómetros por hora con un centenar de vidas en su interior.

Y no puedo evitar que mi intelecto proyecte esas imágenes sin cesar. Sin avisar aparecen en medio de la noche, entre el tranquilo respirar de mis pulmones y el ronroneo de mi pequeño gatito. Dejando tras de si mi cuerpo erguido delante de la cama, mirándome fijamente al espejo y pensando en el porqué de este castigo.

Ideas directas desde el pensamiento

La libertad es un concepto tan confuso, que cuando pienso en ella y en como aplicarla a todos los campos de mi vida, siempre termino perdido en medio de la incertidumbre. De niño, la libertad para mi tenía un significado tan simple y sencillo que no tenía tiempo de pararme a mirar cuales eran los detalles de esa idea que más sentido le daban.

En esos años, uno piensa que existe un mundo sin fronteras, sin limites, un planeta entero para descubrir en el que solo necesitas un billete de tren, un tren para llegar al limite del mar y de la tierra. Crees que nada puede frenarte, que nada tiene consecuencias, que hagas lo que hagas, pienses como pienses y actúes de la forma en que te plazas no habrá impedimento para conseguir aquello que deseas.

El deseo…un viejo amigo mío. Tantas cosas he deseado, tantas cosas he anhelado, que ya no caben todas juntas en mi memoria. La libertad, y el deseo son para mí formas distintas de una misma realidad. Son el hecho, el fin y el medio en si mismo de la naturaleza humana. De niño, en una noche de luna llena, lejos de aquella casa enorme en la que viví durante un año, pude perderme en un enorme campo de trigo. Allí, creyendo jugar al escondite, sentí por primera vez la soledad. El sentimiento que nos hace pequeños en este universo, tan insignificantes, minúsculos y efímeros como la vida de una hoja cayendo desde las ramas hasta el suelo empapado. O como el breve instante que dura el batir de las alas de un ave en busca de un mundo mejor. Allí, rodeado de vacío, con el aire de una noche de verano meciendo las espigas, con la luna llena mirándome desde lo alto del cielo, y sin una sola voz humana en la distancia más que el latido de mi propio corazón, me sentí libre.

Ahora, mis manos comienzan a resecarse, mis ojos están cargados de amargura, mi cabello ha perdido el rubio de la inocencia y mi voz suena siempre desconfiada ante la duda de todo lo que me rodea. Los edificios crecen en mi mundo, dándome la sensación de estar cayendo en los más profundo de un abismo sin fin, las calles resuenan llantos por sus recovecos, los pobres parecen transparentes a la luz de las grandes opulencias. Y allí, mi caminar se hace sordo. Como si nada ni nadie pudiera oírme, así consigo ver entre el humo de los coches y el maquillaje barato de las mujeres, la luna llena de aquella noche de verano. Mirándome de nuevo con su rostro apenado y tierno.

Vivir en libertad es una utopía, es creer que nada puede detenerte, que nada en esta vida tiene un limite real, que los sueños son posibles si crees en ellos con la fuerza suficiente para hacerlos realidad. La libertad es en realidad la esclavitud de nuestra conciencia, es el teatro de títeres que interpreta la humanidad en cada amanecer. Es aquello que nos ilumina de una forma inmaterial, que como una mancha de luz en la retina podemos verla siempre de reojo, con el miedo de perderla si enfocamos en ella toda nuestra atención. Para otros la libertad, el deseo, en anhelo de una vida mejor es la forma material de aquellos que siguen nuestro camino en este mundo. Aquella familia que nos permitimos el lujo de escoger, aquellas amantes que tenemos la fortuna de sentir, aquellos seres que llenan nuestro vacío más de lo que podemos llenarlo nosotros.

Como puzzles en un tablero gigante, las piezas de aquellas personas que se cruzan por nuestra efímera existencia van completando la figura, en un comienzo difusa, en un final inalienable, del alma que nos da sentido. Nada se crea, todo cambia. Todo lo que es ahora lo fue en un pasado y mutará en un lejano futuro. De todo lo que tengo, nada me pertenece, porque en realidad aquello que poseo es justo lo que debo.

Lo que debo al mundo, a la vida, a la gente, a mi mismo. Lo que debo al precio de la libertad, no es más que el combustible que mueve nuestras venas, que llena lentamente todos los intersticios del cuerpo, que hace sólido esos huecos inexpugnables que ni el más fuerte impulso cardíaco consigue mitigar.

Y es que con los años, todo se acelera. Se acelera el miedo, la ira, la compasión y la ternura. Se acelera la locura que se apodera de mi cada día un poco más, se acelera la vida, la muerte a los lejos esperando tranquila en lo alto de la colina, se acelera el tiempo y con él todo lo demás de nuevo, más y más rápido la vida pasa de ser el punto de partida de un sin fin de sueños, a aquello que sucede mientras esperamos que estos se hagan realidad. Y así, como en una lugar desconocido, como en las escaleras de un edificio histórico en un día de fina lluvia, el tiempo no tiene piedad. Todo se lo lleva, nada deja a su paso. Solo vivimos el presente, como una simple hormiga solo percibe la planicie. Para ella no existe lo profundo, no existe quizás la realidad de las alturas, como para nosotros, es imposible ver más allá de nuestro ahora. Con el, como una tempestad en medio del pacífico, nada queda. Como una ola de fuerza imparable lo arrasa todo, tan cruel e inocuo como la propia existencia. Que nada entiende de amor, de ira, de sabiduría o codicia. Que nada espera ni estima, que nada ama en realidad.

Lo mismo que lo crea, lo destruye, lo mismo que da el latido al corazón en un primer momento, saca el aire de los pulmones una última vez antes de arrancarlo de este mundo y de cualquiera Y es porque si nada se crea, si todo cambia, no existimos en realidad…

domingo, 13 de diciembre de 2009

Teoria del Hombre Urbano

Hace muchos años que me siento de esta forma. Una persona sombría que recorre las calles cuando todos desean huir de ellas.
Con la finalidad de encontrar un espacio vacío en el que pueda sentirme libre, recorrer mis pensamientos sin miedo a ser juzgado, y pensar que todo lo que me duele de esta realidad desaparezca sin dejar rastro. Dejando un enorme cráter en su lugar, dando me la esperanza de poder empezar de cero, y que con la ayuda de todos aquellos que piensan de la misma forma se edifique un mundo mejor.

Desde que nacemos, y el primer empujón de aire llena nuestros pulmones, no dejamos de crecer, no obstante todos estaréis de acuerdo conmigo en que crecer no es lo mismo que mejorar.

Crecemos tanto como entes vivos, humanos, cuerpos físicos que se desarrollan siguiendo un programa estricto y natural como mentes que aprenden de la vida lo que la vida desea enseñarles.

Dentro de esa enorme generalidad que nos describe existen ilimitadas posibilidades de interpretación de la existencia. Tantas como la cadena genética que nos define pueda dibujarse manteniendo la esencia que nos hace humanos. Tantas como una vez definida esa secuencia las interacciones caóticas del producto de estas nos hagan navegar por los momentos que suman nuestra vida.

Así pues, no es complicado imaginar en que debe existir un mecanismo inherente a nuestra naturaleza que va más allá de como es nuestro cuerpo o como crece nuestra mente. Un mecanismo que está por encima de nuestra propia naturaleza como especie, y que se define por la propia conveniencia de la supervivencia del ser dentro de un universo que no puede controlar.

Muchos llaman a este mecanismo la sociedad, la suma de interacciones humanas reguladas por un conjunto de normas y deberes. De nuevo escogidas a conciencia y por conveniencia entre las partes implicadas.

¿Es entonces la sociedad el producto de nuestro intelecto? ¿No estamos obligádamente unidos los unos a los otros por la necesidad de aumentar nuestras posibilidades de supervivencia y no por nuestro condicionamiento natural?

Es una pregunta tan antigua como la propia existencia de la civilización, de los grupos reducidos de personas que vestidos con pieles vivían en cuevas escondiéndose con pavor de las bestias que acechaban entre las sombras.

Conveniencia o impulso natural.

Son dos posibilidades nada alentadoras sobre la constitución de la cultura, la materia social y la amalgama política de nuestras relaciones interpersonales.

Y dentro de esta amalgama que llamamos sociedad, un conjunto de acuerdos y normas escogidos por acuerdo entre las partes implicadas. ¿Cuantas posibilidades tenemos de configurar el mundo?

Sinceramente, tantas como acuerdos seamos capaces de imaginar. Algunos de esos acuerdos o configuraciones llevarían al odio entre las partes, otras llevarían a la riqueza de muchos contra la existencia mediocre de otros tantos. Lo cierto es que la mayoría de ellas, como un sumidero del que no se puede escapar, acaban con una inmensa parte de las personas sometidas a las decisiones representativas de una minoría "cualificada".

Dictaduras, monarquias, regímenes monopartidistas, oligarquías y incluso democracia parlamentaria son métodos de gobierno en los que una sección del pueblo es sometida a las decisiones representativas, o no, de una minoría dominante.

¿Y quienes son esos señores del destino? ¿De donde vienen esos avatares de la ingeniería social que trazan los planos de una constitución social siempre eficaz y verdadera?

Muchos ocupan esos cargos porque son la hoja que mecida por el viento en medio de una tormenta de caos y destrucción acaban guarecidos en el resquicio de una roca lejos de la lluvia, el viento y la devastación total, no por el esfuerzo que ellas, hojas inertes e incapaces puedan realizar, si no por la confluencia de miles de parámetros que sumados dan como resultado el hecho de haber llegado a un lugar seguro.

Muchos, sin mentir la mayoría, no disponen de las aptitudes necesarias para desempeñar las funciones a las que esa tormenta les ha destinado, de hecho acogiendome al conocimiento de la probabilidad, es seguro que no.

De esta forma terminamos dominados no por la capacidad de construir un mundo a nuestro antojo, si no por ser capaces de remar en una dirección más o menos orientada dentro de un tifón que todo lo engulle. Y no son los fenómenos naturales, ni la incapacidad de comprender el universo hasta su mismo origen. Si no la incapacidad de diseñar un mundo en el que tenga cabida la justicia y la igualdad entre los miembros.

Muchos han intentado hacerlo, y corrompidos por la perspectiva del poder han olvidado su objetivo deleitándose con los medios para conseguirlo. Y al final, su miedo a perecer por las criticas de los que son sometidos emborrona el fin de su existencia para convertirse más en supervivientes que en ingenieros sociales.

Y de esta forma la rueda gira desde hace miles de años. En un mundo en el que cada vez somos más, y cada vez contamos menos. En una existencia en la que ha desaparecido una exclavitud pornográfica para vivir bajo el yugo de una exclavitud consensuada. Pero meras ovejas dentro del redil y meras piezas dentro de un puzle enorme que la mayoría de los creadores del mismo no saben tan siquiera completar.