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lunes, 14 de diciembre de 2009

Ideas directas desde el pensamiento

La libertad es un concepto tan confuso, que cuando pienso en ella y en como aplicarla a todos los campos de mi vida, siempre termino perdido en medio de la incertidumbre. De niño, la libertad para mi tenía un significado tan simple y sencillo que no tenía tiempo de pararme a mirar cuales eran los detalles de esa idea que más sentido le daban.

En esos años, uno piensa que existe un mundo sin fronteras, sin limites, un planeta entero para descubrir en el que solo necesitas un billete de tren, un tren para llegar al limite del mar y de la tierra. Crees que nada puede frenarte, que nada tiene consecuencias, que hagas lo que hagas, pienses como pienses y actúes de la forma en que te plazas no habrá impedimento para conseguir aquello que deseas.

El deseo…un viejo amigo mío. Tantas cosas he deseado, tantas cosas he anhelado, que ya no caben todas juntas en mi memoria. La libertad, y el deseo son para mí formas distintas de una misma realidad. Son el hecho, el fin y el medio en si mismo de la naturaleza humana. De niño, en una noche de luna llena, lejos de aquella casa enorme en la que viví durante un año, pude perderme en un enorme campo de trigo. Allí, creyendo jugar al escondite, sentí por primera vez la soledad. El sentimiento que nos hace pequeños en este universo, tan insignificantes, minúsculos y efímeros como la vida de una hoja cayendo desde las ramas hasta el suelo empapado. O como el breve instante que dura el batir de las alas de un ave en busca de un mundo mejor. Allí, rodeado de vacío, con el aire de una noche de verano meciendo las espigas, con la luna llena mirándome desde lo alto del cielo, y sin una sola voz humana en la distancia más que el latido de mi propio corazón, me sentí libre.

Ahora, mis manos comienzan a resecarse, mis ojos están cargados de amargura, mi cabello ha perdido el rubio de la inocencia y mi voz suena siempre desconfiada ante la duda de todo lo que me rodea. Los edificios crecen en mi mundo, dándome la sensación de estar cayendo en los más profundo de un abismo sin fin, las calles resuenan llantos por sus recovecos, los pobres parecen transparentes a la luz de las grandes opulencias. Y allí, mi caminar se hace sordo. Como si nada ni nadie pudiera oírme, así consigo ver entre el humo de los coches y el maquillaje barato de las mujeres, la luna llena de aquella noche de verano. Mirándome de nuevo con su rostro apenado y tierno.

Vivir en libertad es una utopía, es creer que nada puede detenerte, que nada en esta vida tiene un limite real, que los sueños son posibles si crees en ellos con la fuerza suficiente para hacerlos realidad. La libertad es en realidad la esclavitud de nuestra conciencia, es el teatro de títeres que interpreta la humanidad en cada amanecer. Es aquello que nos ilumina de una forma inmaterial, que como una mancha de luz en la retina podemos verla siempre de reojo, con el miedo de perderla si enfocamos en ella toda nuestra atención. Para otros la libertad, el deseo, en anhelo de una vida mejor es la forma material de aquellos que siguen nuestro camino en este mundo. Aquella familia que nos permitimos el lujo de escoger, aquellas amantes que tenemos la fortuna de sentir, aquellos seres que llenan nuestro vacío más de lo que podemos llenarlo nosotros.

Como puzzles en un tablero gigante, las piezas de aquellas personas que se cruzan por nuestra efímera existencia van completando la figura, en un comienzo difusa, en un final inalienable, del alma que nos da sentido. Nada se crea, todo cambia. Todo lo que es ahora lo fue en un pasado y mutará en un lejano futuro. De todo lo que tengo, nada me pertenece, porque en realidad aquello que poseo es justo lo que debo.

Lo que debo al mundo, a la vida, a la gente, a mi mismo. Lo que debo al precio de la libertad, no es más que el combustible que mueve nuestras venas, que llena lentamente todos los intersticios del cuerpo, que hace sólido esos huecos inexpugnables que ni el más fuerte impulso cardíaco consigue mitigar.

Y es que con los años, todo se acelera. Se acelera el miedo, la ira, la compasión y la ternura. Se acelera la locura que se apodera de mi cada día un poco más, se acelera la vida, la muerte a los lejos esperando tranquila en lo alto de la colina, se acelera el tiempo y con él todo lo demás de nuevo, más y más rápido la vida pasa de ser el punto de partida de un sin fin de sueños, a aquello que sucede mientras esperamos que estos se hagan realidad. Y así, como en una lugar desconocido, como en las escaleras de un edificio histórico en un día de fina lluvia, el tiempo no tiene piedad. Todo se lo lleva, nada deja a su paso. Solo vivimos el presente, como una simple hormiga solo percibe la planicie. Para ella no existe lo profundo, no existe quizás la realidad de las alturas, como para nosotros, es imposible ver más allá de nuestro ahora. Con el, como una tempestad en medio del pacífico, nada queda. Como una ola de fuerza imparable lo arrasa todo, tan cruel e inocuo como la propia existencia. Que nada entiende de amor, de ira, de sabiduría o codicia. Que nada espera ni estima, que nada ama en realidad.

Lo mismo que lo crea, lo destruye, lo mismo que da el latido al corazón en un primer momento, saca el aire de los pulmones una última vez antes de arrancarlo de este mundo y de cualquiera Y es porque si nada se crea, si todo cambia, no existimos en realidad…

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